
Ensayos para la Paz: Una sola vela contra todas las pantallas
Por
Julieta Ogando
El 21 de septiembre, Día Internacional de la Paz, un gesto mínimo se multiplica hasta volverse coreografía global: la imagen de una vela que ocupa pantallas públicas y privadas, invitando a ensayar un mismo silencio en red. Ni slogan, ni logo: solo la obstinación de una luz compartida.
Ensayos para la Paz es un movimiento global que cada 21 de septiembre —Día Internacional de la Paz— convoca a un mismo ritual: apagar el ruido con una vela. El gesto se despliega en tres tiempos entrelazados: primero, el reemplazo de todas las pantallas —desde el celular íntimo hasta los LED monumentales del espacio público— por la imagen de una llama encendida; luego, a las 12:01, la Ola de la Paz, un minuto de silencio que sincroniza cuerpos y husos horarios en una pausa coreografiada; y finalmente, el sonido de las campanas siguiendo la partitura de Llorenç Barber, que convierte la ciudad entera en un instrumento colectivo. La primera edición global de esta coreografía se desplegó en 2024, inscribiendo la imagen mínima en la escala planetaria.
En 2024 la escala fue inusual: más de 20.000 pantallas de vía pública encendieron la misma imagen en simultáneo, con nodos en 130 ciudades y 40 países, gracias al apoyo de 90 empresas de OOH (Out of Home media) y más de 25 organizaciones, incluidas redes de la ONU y ONGs vinculadas a cultura y paz.
El dispositivo se sostiene en una renuncia:
“Sin palabras. Sin logotipos. Sin asociaciones políticas. Solo una vela.”
Una sola imagen, repetida hasta la obstinación: la vela. No es pintura ni escultura, sino un loop de video que se despliega como un mantra visual. Su potencia no está en lo que muestra, sino en cómo se circula: de la intimidad de la pantalla doméstica a la espectacularidad del ecosistema OOH —del Obelisco porteño a Callao, de Tokio a Nueva York—, la misma llama se replica en escalas que van del bolsillo al mega-LED.
El formato insiste en la duración: una vela que nunca se consume, que arde y vuelve a arder, rompiendo la lógica publicitaria de novedad constante. Su repetición no busca vender nada, sino suspender el tiempo de consumo. Cada loop es igual y distinto: la llama se agita, la mirada se detiene, el espectador se reconoce en la insistencia de lo mínimo.
La escala cambia la experiencia. En el celular es gesto íntimo, casi confesional. En una pantalla pública, la llama se vuelve monumental, una coreografía colectiva impuesta sobre el flujo del tránsito urbano. El mismo archivo digital deviene en múltiples intensidades: portátil, arquitectónica, planetaria.
La temporalidad del dispositivo refuerza la coreografía: a la medianoche, la vela irrumpe en las pantallas como un takeover silencioso del paisaje mediático; a las 12:01, la Ola de la Paz impone un minuto de silencio y de escucha, un vacío sonoro que se comparte más allá de los husos horarios; y hacia el cierre, las campanas y carillones siguiendo la partitura de Llorenç Barber devuelven al espacio urbano su vibración física, como si la arquitectura misma se volviera instrumento.
Ritualidad mínima pero expansiva: un tiempo compartido que va del scroll al skyline, de lo privado a lo público, del pixel al bronce.
La vela no apareció de la nada. Su primera encarnación fue en 2004, en San Francisco: Hope, de Martín Bonadeo, en el Yerba Buena Center for the Arts. Una proyección de una vela que se consumía y se renovaba, un loop que ya contenía el germen de este proyecto: la imagen mínima como dispositivo de esperanza.
En 2010, la llama llegó al Centro Cultural Recoleta; en 2013, se encendió en la Plaza Vaticano, junto al Teatro Colón. Eran todavía gestos localizados, piezas de arte público que dialogaban con su contexto urbano.
El salto se dio en 2021 con Ensayos para vivir en Paz: diecinueve pantallas alrededor del Obelisco porteño se coordinaron para mostrar la misma vela. Por primera vez, el dispositivo se alió con el sector público y las empresas de vía pública (OOH), revelando que el soporte publicitario podía ser hackeado para un ritual colectivo.
Finalmente, en 2024, la vela se volvió red global: más de 130 ciudades y 40 países, sincronizados en un mismo loop de luz.
La vela digital dialoga con una genealogía crítica que la excede. Para Benjamin, su fuerza no está en un aura única sino en la reproducibilidad técnica: la llama no se desgasta al repetirse, sino que redistribuye aura en cada pantalla. En clave McLuhan, el gesto revela que el medio es el mensaje: no es solo la vela lo que arde, es el takeover del soporte, el vaciamiento momentáneo de un dispositivo publicitario que suele estar saturado de slogans. Flusser lo empuja más lejos: la vela es un programa técnico, un loop que encarna la lógica del aparato digital y se ofrece como ritual repetible al infinito. Y, sin embargo, resuena la advertencia de Sontag: una imagen tan despojada corre el riesgo de estetizar la política hasta convertir la paz en postal neutra, una belleza sin fricción.
Lo que empezó como obra individual terminó deviniendo ritual distribuido: un ensayo prolongado sobre cómo una sola imagen puede atravesar contextos, escalas y épocas sin perder su capacidad de convocar.
Vivimos en tiempos de saturación semiótica, donde cada pixel suele estar hipotecado a un logo, y sin embargo Ensayos para la Paz decide algo radical: no decir nada. Ni slogan, ni firma, ni hashtag. Solo una vela. En un ecosistema dominado por el imperativo del branding, esta renuncia funciona como acto de desintoxicación en la economía de la atención.
La política del silencio es también una apuesta de riesgo: ¿puede una imagen mínima organizar un común sin consignas? Al no guiar al espectador con texto ni marca, el proyecto confía en la potencia de la forma ritual: todos vemos lo mismo, todos callamos al mismo tiempo, todos escuchamos el sonido de las campanas. La sincronía reemplaza a la consigna.
La imagen-ritual se opone a la imagen-publicitaria. Donde la publicidad coloniza el tiempo y el deseo, la vela lo suspende: no promete nada, no vende nada, apenas insiste en arder. La Ola de la Paz —ese minuto de silencio a las 12:01— no se mide en métricas de alcance, sino en tiempo compartido. Y el carillón global de Llorenç Barber devuelve a las ciudades su dimensión sonora comunitaria, un recordatorio de que la paz no es solo ausencia de ruido, sino presencia de escucha.
Lo que aparece entonces no es un vacío, sino un espacio para lo común. Una pausa que en lugar de interrumpir el flujo mediático, lo reconfigura en otro régimen de sentido: el de la experiencia colectiva que no necesita explicación ni traducción.
La vela no viaja sola: se despliega en una arquitectura en red. Nodos individuales que bajan la pieza a su celular o computadora; organizaciones sociales y culturales que coordinan activaciones locales; empresas de OOH que ceden sus pantallas; y hasta asociaciones sectoriales globales como la WOO (World Out of Home Organization) o la OAAA (Outdoor Advertising Association of America), que facilitaron la logística técnica para que la llama se viera en múltiples formatos y soportes. El proyecto no sólo diseña una imagen: diseña la infraestructura de su circulación, una verdadera logística de lo sensible.
La escala del proyecto se despliega como un acorde en tres registros. En lo micro, la vela ardiendo en el teléfono es un gesto íntimo, casi confesional, que acompaña la respiración de quien la mira en soledad. En lo meso, esa misma imagen interrumpe la coreografía publicitaria de la ciudad y se impone en la pantalla urbana como una pausa inesperada en el flujo del tránsito y los anuncios. Y en lo macro, la sincronía planetaria enlaza más de 130 ciudades en un mismo loop de luz, haciendo que la llama mínima se convierta en coreografía global.
En ese cruce, la obra demuestra que la paz no se declama, se ensaya como red, con un archivo simple pero una organización compleja detrás.
Un detalle no menor es el vector Sur→Norte en la cobertura mediática: desde Ushuaia y Mar del Plata, los primeros nodos encendidos en 2024, la noticia escaló hacia capitales y redes globales. Este contra-flujo simbólico desarma la jerarquía habitual donde la periferia reproduce gestos del centro: aquí, el Sur activa la chispa y la red se expande hacia arriba.
En lugar de un logo corporativo, la firma del proyecto está en su modo de circular: un ejercicio colectivo de infraestructura cultural que prueba cómo un loop de video puede comportarse como un organismo vivo, expandiéndose por múltiples soportes sin perder coherencia.
El gesto de una vela que arde en miles de pantallas abre preguntas incómodas. ¿Eficacia o pura performatividad? ¿Alcanza con conmover para transformar? Susan Sontag advertía sobre el riesgo de la estetización de lo político: cuando la imagen nos sacude pero no produce consecuencias, se corre el peligro de que la emoción sustituya a la acción. La llama cautiva, sí, pero ¿qué queda una vez que se apaga el loop?
También está la co-implicación con la industria OOH. El proyecto hackea el soporte publicitario al volverlo ritual, pero al mismo tiempo se sostiene en la infraestructura de ese mismo dispositivo. ¿Es un gesto de apropiación crítica —McLuhan diría que aquí el medio es el mensaje, y la interrupción de la publicidad es ya un statement—, o un lavado simbólico que termina reforzando el poder del aparato publicitario al demostrar su centralidad? Desde Flusser podría leerse como un ejemplo de cómo el programa técnico dicta las posibilidades del gesto.
La universalidad de la vela plantea otra tensión. Su neutralidad simbólica funciona como llave global, pero al mismo tiempo corre el riesgo de borrar diferencias culturales y políticas. ¿Abrir una zona común de cuidado o aplanar las singularidades locales? En algunos contextos la vela puede ser signo de duelo, en otros de celebración; su ambigüedad puede ser virtud o anestesia.
Y finalmente, la cuestión de acceso y clase: las pantallas urbanas son el teatro de esta acción, pero ¿qué pasa con quienes habitan territorios no urbanos, sin LED ni carteles? La sincronía global se construye sobre una base desigual de acceso tecnológico. La pregunta incómoda queda flotando: ¿quién controla los ritmos del silencio compartido y quién queda fuera del ritual?
En sus propios términos, Ensayos para la Paz consigue algo difícil: sin palabras y sin marcas, captura la atención global por un minuto. La operación no es menor: desmonetizar el soporte publicitario, aunque sea por instantes, y convertirlo en escenario de un ritual compartido. La escala y la sincronía planetaria son parte del logro: no se trata de una imagen aislada, sino de la coreografía simultánea de miles de pantallas, silencios y campanas.
Al debate contemporáneo, el proyecto aporta una intuición poderosa: lo común puede construirse desde una imagen mínima. La vela demuestra que no hace falta una narrativa totalizante para producir comunidad, basta con un loop elemental que todos reconozcan y sostengan juntos.
Pero no todo arde sin sombras. El símbolo corre el riesgo de caer en la neutralidad anestesiante, en esa paz genérica que no incomoda a nadie. Y la dependencia del aparato OOH deja abierta la pregunta de si el gesto es resistencia o confirmación de la centralidad publicitaria en la vida urbana.
Aun así, el veredicto es claro: Ensayos para la Paz funciona porque ofrece una pausa real en el ruido visual y sonoro, y nos recuerda que todavía podemos mirar una pantalla sin que nos quieran vender nada.
Si podemos encender una vela, ¿por qué querríamos seguir encendiendo sólo anuncios?


